San Pío de Pietrelcina – 23 de Septiembre

Una vida de oración, pequeñez y entrega

Nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento, hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa de Nunzio. Fue bautizado al día siguiente recibiendo el nombre de Francisco. A los 12 años recibió los Sacramentos de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba con 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, su ordenación sacerdotal la recibió el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció con su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.
Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, el Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquel en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su
espiritualidad.
Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.
El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.
Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación.
Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.
Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.
La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.
Durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas. En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas.
El Padre Pío ha sido un apóstol del confesionario. Aún hoy nos invita allí: y nos dice: “¿Dónde vas? ¿Dónde Jesús o donde tus tristezas? ¿Dónde vuelves? ¿Dónde aquel que te salva o a tus desánimos, tus pesares, tus pecados? Ven, el Señor te espera.
Ánimo, no hay ningún motivo tan grave que te excluye de su misericordia”.

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