La Ascensión del Señor – Solemnidad 18 de mayo

Padres Dominicos,
Provincia Romana de Santa Catalina de Siena.
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La Ascensión del Señor

Foto: conoceamayvivetufe.com

La Ascensión es una solemnidad litúrgica común a todas las Iglesias cristianas; se celebra el cuadragésimo día después de la Resurrección Pascual. San Juan Crisóstomo y San Agustín ya hablaban de esta solemnidad en sus escritos. Pero una influencia decisiva para su difusión se debe probablemente a San Gregorio de Nisa.
Como este día cae en jueves, en muchos países la solemnidad se ha trasladado al domingo siguiente. Con la Ascensión de Jesús al cielo se concluye la presencia del “Cristo histórico” y se inauguró el tiempo de la Iglesia.

Del Evangelio según San Mateo
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo». (Mt 28,16-20).

Los once
La Comunidad de discípulos que recoge el “testigo” del anuncio del Evangelio es una Comunidad herida por la ausencia de un compañero, Judas. Aunque imperfecta, es a esta Comunidad concreta y real a la que Jesús confía la tarea de proclamar su Evangelio, su propuesta de amor.

Galilea
Una misión, precisa el texto, que devuelve a los discípulos al principio de su experiencia con Jesús: “Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo?” (Hechos 1:10, primera lectura del día). Galilea es, por tanto, el lugar donde todo comenzó para ellos. Un lugar de escucha, de formación de la Comunidad, de la vida cotidiana.

Una nueva forma de estar ahí
El texto de los Hechos nos ofrece unas coordenadas teológico-espirituales para entender el misterio que celebramos. Jesús “fue arrebatado” -dice el texto de Hechos 1,11-, resaltando que la acción es de Dios; la nube que “lo apartó de sus ojos” (v. 9) recuerda la imagen de la nube en el Sinaí (Ex 24,15), sobre la tienda de la alianza (Ex 33,9) y la nube en el monte de la Transfiguración (Mc 9,7). La Ascensión de Jesús al cielo no supone un “abandono”, sino un estar presente de una manera nueva: esto explica que los discípulos “se llenaran de alegría” (Lc 24,52). Con Jesús, muerto, resucitado y ahora ascendido, se abrieron las puertas del cielo, de la vida eterna. La “nube de fe” que envuelve hoy nuestra vida no es un obstáculo, sino el camino a través del cual podemos tener una experiencia más viva y verdadera de Jesús, animados por la certeza de que, si Él ha resucitado y ha subido al cielo, también nosotros estamos llamados a la misma suerte, en cuanto que Él es “el primero de todos” (cfr. 1 Co 15,20).

Iglesia en salida
Esta espera del último día no ha de vivirse en la ociosidad, ni siquiera en la intimidad de la propia casa, sino que, nos recuerda Jesús, la espera ha de vivirse en el compromiso de la misión, extendida hasta los confines de la tierra: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra” (Hc 1,7ss). 

Nos da fuerzas la promesa de Jesús, nuestro Dios, el Dios-con-nosotros (cfr. Ex 3,12), el Emmanuel (Mt 1,23; IS 7,14): “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19). Y aunque la fidelidad del discípulo falle con demasiada frecuencia, la fidelidad de Dios nunca le fallará a Él: por eso el camino de la comunidad y de todo discípulo de Jesús resucitado está siempre abierto a nuevas perspectivas y posibilidades, ya que nada es imposible para Dios.

Oración
Tu ascensión al cielo, Señor, me llena de alegría porque el tiempo de quedarme mirando ha terminado para mí… y el momento de comprometerme ha comenzado.
Lo que me has confiado rompe el caparazón de mi individualismo y de mi “quedarme mirando”, haciendo que me sienta personalmente responsable de la salvación del mundo.
A mí, Señor, me has confiado tu Evangelio, para que lo anuncie en todos los caminos del mundo. Dame la fuerza de la fe, como la que tuvieron tus primeros apóstoles, para que no me venza el miedo, ni las dificultades me detengan, para que ninguna incomprensión me desanime, sino que, siempre y en todo lugar, sea yo tu alegre noticia, una revelación de tu amor, como lo son los mártires y los santos en la historia de todos los pueblos del mundo.

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