Un llamado de esperanza

Jornada Mundial de la Juventud, Lisboa 2023

Un llamado de esperanza

En la primera semana de agosto del año en curso, días 2 al 6, se llevó a cabo la 37ª Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), en Portugal. Esta convocatoria inició formalmente en el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005), el año de 1984, y suele realizarse cada 2 o 3 años, según las circunstancias. Tras eventos de este tipo, cabe preguntarse: ¿Qué queda?

Sin pecar de reduccionismos, diríamos que tres cosas: 1. Para los jóvenes: sensaciones; 2. Para la historia: discursos; 3. Para la mente: metáforas. Bien, quedémonos con esto último y, explicitémoslo un poco. Por lo demás, es lo propio de una cultura, quiérase o no, informada desde la Biblia.
A este respecto, el Papa Francisco advirtió a los jóvenes la manera tan sutil que tiene el mundo digital para atrofiar nuestra facultad imaginativa y sin ésta no es posible receptar metáforas. La vida misma es una metáfora (La vida es sueño escribió Pedro Calderón de la Barca, +1681) pero nos cuesta verla así, pues para nosotros también cabe aquello tan incisivo en el discurso parabólico de Mateo: “tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen” (13, 13).
Veamos, pues, algunas de esas metáforas y dejémonos interpelar por ellas.
La primera tiene que ver con la ciudad sede del evento, como ciudad de acogida, de encuentro, de esperanza, Lisboa, ciudad portuaria, capital de Portugal (véase: Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, miércoles 2 de agosto). En ella, de cara “al océano, los portugueses reflexionan sobre los inmensos espacios del alma y el sentido de la vida en el mundo”. En nuestro caso ¿De cara a qué reflexionamos y cuál es el objeto de nuestras reflexiones?
Ahora, ella le da la cara a otro océano: “Un océano de jóvenes está inundando esta acogedora ciudad (…) Jóvenes de todo el mundo, que cultivan deseos de unidad, de paz y de fraternidad, jóvenes que (…) No están en las calles para gritar de rabia, sino para compartir la esperanza del Evangelio, la esperanza de la vida”. ¿Y nosotros -en nuestras respectivas ciudades- cómo nos abrimos a esa inundación beneficiosa?
La segunda tiene que ver con nuestros guías espirituales, como faros que están para direccionarnos a buen puerto (véase: vísperas con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas, seminaristas y agentes de pastoral, miércoles 2 de agosto). Estos de cara al océano tienen una tarea triple (tria munera):
Navegar mar adentro: “Sólo en adoración, sólo ante el Señor se recuperan el gusto y la pasión por la evangelización”.
Llevar adelante juntos la pastoral: “En la barca de la Iglesia (…) todos los bautizados están llamados (…) a echar las redes, comprometiéndose personalmente en el anuncio del Evangelio”.
Ser pescadores de hombres: “En esta imagen tan linda (…) Jesús confía a los discípulos la misión de navegar en el mar del mundo. (…) el mar, en la Escritura, está asociado al lugar del mal y de las fuerzas desfavorables que los hombres no logran dominar. Por eso, pescar personas y sacarlas del agua significa ayudarlas a salir del abismo donde se han hundido, salvarlas del mal que amenaza con ahogarlas, resucitarlas de toda forma de muerte. (…) El Evangelio, en efecto, es un anuncio de vida en el mar de la muerte, de libertad en los torbellinos de la esclavitud, de luz en el abismo de las tinieblas”.
En cuanto, miembros del clero y agentes de pastoral, ¿cómo encaramos esta tarea? Es repetitivo el Papa Francisco cuando se dirige específicamente al clero y a los consagrados y consagradas, en expresar sin ambages que “la mundanidad espiritual (…) de la cual se engendra el clericalismo (…) que nos arruina” desvirtúa nuestra vocación.

La tercera tiene que ver con nuestra condición de homo viator, de peregrinos “que aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Hebreos 13, 13) “peregrinos”. Es una hermosa palabra, cuyo significado merece ser reflexionado. Literalmente significa dejar de lado la rutina cotidiana y ponernos en camino con un propósito, moviéndonos “a través de los campos” o “más allá de los confines”, es decir, fuera de la propia zona de confort, hacia un horizonte de sentido. En el término “peregrino” vemos reflejada la conducta humana, porque cada uno está llamado a confrontarse con grandes preguntas que no tienen respuesta, [no tienen] una respuesta simplista o inmediata, sino que invitan a emprender un viaje, a superarse a sí mismos, a ir más allá. Es un proceso que un universitario comprende bien, porque así nace la ciencia. Y así crece también la búsqueda espiritual. Peregrino es caminar hacia una meta o buscando una meta. Siempre está el peligro de caminar en un laberinto, donde no hay meta. Tampoco hay salida. Desconfiemos de las fórmulas prefabricadas -son laberínticas-, desconfiemos de las respuestas que parecen estar al alcance de la mano, de esas respuestas sacadas de la manga como cartas de juego trucadas; desconfiemos de esas propuestas que parece que lo dan todo sin pedir nada. Desconfiemos.
La desconfianza es un arma para poder caminar adelante y no seguir dando vueltas” (véase: encuentro con los jóvenes universitarios, jueves 3 de agosto).
Indiquemos dos cosas con respecto a esta tercera metáfora. La primera: se le atribuye a Sócrates (470-399 a. C.), filósofo griego, la sentencia: “Una vida sin examen no merece la pena ser vivida”. En poco: no cabe vida humana sin -como indica el Papa Francisco- “confrontarse con grandes preguntas”, las cuales “[no tienen] una respuesta simplista o inmediata”, sino que nos desafían “a emprender un viaje, a superar(nos) a sí mismos, a ir más allá”. Y esto, en tanto que bautizados, y esta es la segunda cosa, con san Agustín de Hipona (354-431), lo hacemos de cara a Dios: “Señor, conózcate a ti, y conózcame a mí”. Teniendo presente la premura en la que actualmente vivimos, ¿en qué momento hacemos este ejercicio -como san Agustín mismo- de “abismarnos” en nuestra propia conciencia?
La cuarta tiene que ver, por decirlo así, con la Metáfora de las metáforas, esto es: LA ENCARNACIÓN. “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14). “En cada época, una de las tareas más importantes de los cristianos es recuperar el sentido de la encarnación. Sin la encarnación, el cristianismo se convierte en una ideología y la tentación de las ideologías cristianas, entre comillas, es muy actual; es la encarnación la que nos permite asombrarnos por la belleza que Cristo revela a través de cada hermano y hermana, de cada hombre y mujer” (véase: encuentro con los jóvenes universitarios, jueves 3 de agosto).
También aquí dos observaciones puntuales: La primera: sin Encarnación nuestra Caridad es vacía; mera buena intención como reza un himno litúrgico: “No basta con dar las gracias sin dar lo que las merece: a fuerza de gratitudes se vuelve la tierra estéril”. La segunda: sin Encarnación nuestra

Esperanza es ilusa; “pajarillos en el aire”. En otras palabras: “si la fe no genera estilos de vida convincentes, no hace fermentar la masa del mundo” (Papa Francisco, allí mismo, a los jóvenes universitarios y tomando como base sus propios testimonios).
La quinta tiene que ver, por decirlo así, con el “Medio divino”, esto es: con el Instrumento que Dios mismo tomó para hacerse carne. La mujer. “(…) al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4, 4). En ella, en María, Dios quiso unir -extrapolando un poco el contexto- “el mundo físico con el virtual para que el mundo virtual nunca deje de ser concreto y comprometido con la realidad” (véase: Encuentro con los jóvenes de Scholas Occurrentes, jueves 3 de agosto).
Aquí quisiera comentar sólo una cosa. Un catedrático estadounidense, John Senior (1923-1999), escribió un libro en el que nos instó a -como medida impostergable para restaurar la cultura occidental en sus valores prístinos- reconocerle a la Virgen María el puesto que Dios mismo le ha dado en su Plan de salvación. Le cito y concluyo, por lo demás, estos apuntes en los que Ustedes pueden seguir “caminando”, pues no es otro el objeto de las imágenes/metáforas: animarnos a caminar con un propósito, con un sentido, que no -como diría el Papa Francisco- en un laberinto, donde no hay meta, ni tampoco hay salida. “Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno” (Salmo 138, 23-24).

“Si verdaderamente la amamos, veremos en algún lugar y en algún momento, en algún recodo del camino, a un maravilloso Niño bajar del cielo, y la Santísima Virgen hará de nosotros sus súbditos, nos someterá a Él, a su voluntad, a pesar de las tinieblas de Egipto y de las tinieblas de nuestros corazones”
(John Senior, La restauración de la cultura cristiana, 1983). Adoremos a Dios en el designio de asociar a la Virgen María, a la obra de la salvación del mundo, como madre del cuerpo místico de Jesús.
El Espíritu Santo, que formó a Jesús en sus entrañas, quiere que Ella esté presente en la acción divina por la que Él forma a Cristo en el corazón del hombre.
Demos gracias a Dios por haber hecho de ella nuestra Madre, y por hacernos participar, también a nosotros, con Ella, en la formación del cuerpo místico.
Pidamos perdón por no haber orado lo bastante a María en nuestro trabajo apostólico. Imploremos, por su intercesión, la gracia de colaborar mejor, unidos a Ella, en la formación de Cristo en nosotros y en nuestro prójimo.
(Oremos con san Juan Eudes, pág. 75).

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