La Divina Misericordia

La Divina Misericordia

Nos encontramos en este segundo domingo de Pascua celebrando el misterio de la Divina Misericordia. Lo hacemos en unas circunstancias que continúan siendo extraordinarias, inusuales y, en muchos aspectos, descorazonadoras.
Es precisamente por eso que necesitamos suplicar con renovada intensidad el don de la Misericordia sobre nosotros y sobre el mundo entero.

Queridos hermanos:
Recordemos lo que dijo el Papa Benedicto XVI: nuestro Dios “es un Dios herido”. Un Dios que ha elegido dejarse herir por sus criaturas y que, al mismo tiempo, ha querido llevarse esas heridas a la eternidad. Las llagas en su costado, en sus manos y sus pies, que Tomás pudo tocar cuando vio a Cristo resucitado, son el testimonio más admirable, más elocuente y sobrecogedor de la Misericordia Divina.
Y meditando las palabras del Romano Pontífice, pensaba lo siguiente: es verdad. El Señor podía haber resucitado con un cuerpo intacto, sin marcas ni cicatriz alguna. Cristo podía estar ahora en el cielo sin heridas físicas y, sin embargo, ha elegido llevárselas consigo al Paraíso. El Evangelio de hoy da fe de estas palabras: el Señor invita a su Apóstol incrédulo a que toque con sus dedos la señal de los clavos y a que meta la mano en su costado.

Por eso, en nombre de todos, hoy digo: Señor, danos tu misericordia. No la merecemos y no la pedimos porque se nos deba. La suplicamos porque sin ella, ¿Qué resquicio de esperanza nos queda? Porque, como nos recuerda tu Palabra, “si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿Quién podrá resistir?” (Sal 130,3). Sabemos que tú no eres así, que no eres mezquino como lo somos nosotros.

Los pies de Cristo siguen hoy perforados; sus manos, traspasadas; su Corazón, abierto por y para nosotros. Y concluía el Papa: “¡qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros!” Sí: las heridas de Jesús son un gran consuelo porque nos hablan de su misericordia, que es eterna, como proclamábamos en el salmo de esta mañana. Dios se ha dejado herir por nosotros y, en palabras del profeta Isaías y del apóstol San Pedro, “sus heridas nos han curado”. (Is 53,5; 1 Pe 2,24).
Dios se ha dejado traspasar por nuestras faltas para sanarnos con sus llagas. En la Pascua, celebramos precisamente esa victoria de la vida sobre la muerte y de la misericordia sobre la maldad del hombre. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, escribe San Pablo (Rm 5,20). La Misericordia de Dios es nuestra única esperanza: promete un futuro de santidad a los que tienen un pasado lleno de infidelidades; ofrece luz a los que han habitado en las tinieblas; abre la puerta de la casa paterna a los hijos pródigos que se habían marchado a buscar placeres lejos de Dios; da aire a los que están asfixiados por sus vicios; levanta a los que se hunden en la miseria de la desesperación; obra milagros en quienes desean dejar atrás el camino de la impiedad y quieren vivir, de hoy en adelante, como hijos del Padre celestial.

En la Sagrada Escritura tú nos has dicho que te compadeces de todos y apartas los ojos de nuestros pecados para que nos convirtamos (Sab 11,23). Con la Iglesia toda te suplicamos en este domingo: ¡Ten misericordia de nosotros y del mundo entero!
Queridos hermanos, éste es el mensaje de Cristo para quien desee escucharlo, un mensaje siempre necesario, siempre nuevo, siempre vivo, siempre actual: Dios quiere ser misericordioso. Dios te quiere perdonar y, en el Evangelio de hoy, el Señor da a sus apóstoles el poder de hacerlo. “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Dios ha dejado su Corazón abierto para que experimentemos su amor, su perdón y su gracia. Dios goza perdonando y, como nosotros hemos sido hechos a su imagen, debemos afirmar con la misma fuerza que el hombre goza siendo perdonado. El hombre necesita ser perdonado. El hombre se muere por ser perdonado. Las piezas rotas de nuestra vida solo se recomponen si nos abrimos al perdón de Dios y de los demás.
Hoy, todos somos Santo Tomás: a todos invita Cristo para tocar sus heridas y recibir su misericordia. La pregunta es: ¿queremos nosotros ser perdonados? ¿Dejamos a Dios que sea misericordioso con nuestras almas? Diría dos cosas. En primer lugar, debemos ser humildes y convertirnos. Nuestro peor enemigo es el orgullo. Si hemos sido como Tomás tantas veces y hemos dudado del poder de Cristo, imitemos hoy también a este discípulo cayendo a los pies del Resucitado y confesándole como nuestro Dios y Señor. El antídoto de la soberbia es la humildad con que pedir perdón a quien hemos ofendido, humildad para recibir la misericordia de Jesús en el sacramento de la penitencia, para aceptar que lo hemos hecho mal y que, con la gracia de Dios, queremos volver a empezar y hacerlo, a partir de ahora, mucho mejor. Hay misericordia para el que se humilla, y hay condenación para el que se rebela en su orgullo.
La segunda condición para recibir la misericordia de Dios es ser nosotros misericordiosos con los demás. “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7). ¡Qué gran ejemplo de ello encontramos en la lectura de los Hechos de los Apóstoles de esta Santa Misa! Los primeros cristianos se ayudaban para que nadie pasara necesidad, se ayudaban como hermanos que eran de un mismo Padre. El bueno recibe bondad. El justo es tratado con justicia y quien es misericordioso, será perdonado con gran misericordia por parte de Dios.
En la situación actual, Dios quiere ser misericordioso y, para ello, todos nosotros debemos practicar misericordia. Mucho cuidado con la mentalidad de un mundo que no reconoce la necesidad de pedir perdón 

y que, por eso, se hace impermeable a la lluvia benéfica de la Misericordia de Dios. Un mundo donde no hay perdón, donde unos condenan a otros, donde no se practica la misericordia, es un mundo donde no puede actuar la Misericordia sanadora del Señor.
Por eso, digamos juntos con Santa Faustina: “deseo transformarme en tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, ¡oh, Señor! Que este más grande atributo de Dios, es decir, su insondable misericordia, pase a través de mi corazón y mi alma al prójimo”.
Que nuestros obispos sean misericordiosos y tengan misericordia de las almas de sus fieles tanto como parecen tenerla de sus cuerpos. Que sean vivos reflejos de Jesús y dejen a los laicos tocar el cuerpo del Señor en la Eucaristía como Cristo dejó a Tomás tocar sus heridas en el Cenáculo.
Que los sacerdotes sean misericordiosos para que el Espíritu Santo que ellos recibieron para el perdón de los pecados, puedan comunicarlo a sus hermanos en el sacramento de la Reconciliación, administrándolo siempre con alegría y entrega generosa.
Que el Pueblo cristiano sea misericordioso y no caiga en la trampa de Satanás que consiste en el juicio temerario y en condenar a sus pastores. Sólo Cristo conoce lo que hay en el corazón de cada hombre (Jn 2,25) y sólo Él es el pastor que puede separar a las ovejas de las cabras (Mt 25,31- 33), que sabe quién es fiel y quién no lo es, quién es bueno y quién es malo, quién es digno de gloria y quién merece la iniquidad. “Y si alguno se quejare a ti del otro, le podrás decir con humildad que no le diga nada”. (San Juan de la Cruz). Que la Iglesia sea misericordiosa con el mundo y nunca predique un Evangelio sin Jesucristo, una vida cristiana sin sacramentos ni una santidad sin misericordia para con todos.
Que el mundo sea misericordioso, especialmente con los más necesitados, débiles y vulnerables. Que los niños no nacidos sean tratados con misericordia. Que los enfermos y los pobres sean tratados con misericordia. Que los niños todos sean amados y queridos como se merecen y que nuestra misericordia se convierta en paciencia, respeto, educación, comprensión y generosidad.
Finalmente, que Dios nos dé a todos, por la intercesión de María, el don de la misericordia para amarnos como Cristo nos amó a nosotros (Jn 13,34), para perdonarnos como Cristo nos perdonó a nosotros (Col 3,13) y para entregar la vida por los demás, como Cristo hizo con nosotros (1Jn 2,6). Sólo entonces, abriremos nuestros corazones, nuestras familias, nuestras comunidades, nuestros países y nuestro mundo al don de la Misericordia de Dios y podremos alcanzar así la meta de nuestra fe: nuestra propia salvación (1 Pe 1,9).

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