Tiempo de Cuaresma

+Antonio Arregui Yarza. Arzobispo emérito de Guayaquil.
5 de marzo
Tiempo de Cuaresma
Tiempo de orar

Para levantar la mirada como el Señor en el desierto, hay que entrar a recortar
las apetencias de los sentidos internos y externos. No hay paso hacia la oración, como encuentro de conversación de un hijo con su Padre, si no se alza el vuelo sobre los altibajos de este mundo pasajero, si no se asume una significativa dosis de sacrificio.
Relata San Mateo que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu (Mt 4,1), a la altura de haber recibido el bautismo de Juan e inmediatamente antes de que iniciara su manifestación pública en continuidad con el llamado a la conversión del Bautista, desde la perspectiva de la inminente llegada del Reino de Dios. Permaneció cuarenta días en el desierto, en ayuno y oración. Esta es la estampa que se ofrece a nuestra imaginación: el Señor en medio de un arenal estéril, sin otro alimento que el ya experimentado por el hijo de Isabel, la prima de María Santísima: langostas y miel silvestre (Mc 1,6), o sea saltamontes y destilación de los nidos de avispas. Un sol ardiente en el día, seguido del mordiente frío nocturno. El arte sagrado ha representado ahí a Nuestro Señor con la rodilla en tierra, el rostro sereno y la mirada alzada hacia más allá del horizonte.
La piedad de la Iglesia tiene establecido, después de un breve intervalo desde la terminación del tiempo de Navidad, un espacio precisamente de cuarenta días, Cuaresma, como tiempo de oración, ayuno y limosna. Un tiempo que nos disponga para llegar a la Pascua del Señor en su Muerte y Resurrección, que consuman su obra redentora y nos abren las puertas de una eternidad gloriosa, luego de entrar a participar, ya desde ahora, de la vida de Dios por la gracia que nos derraman los méritos de Jesucristo.
¿Qué sentido y qué utilidad encierra un tiempo de penitencia? Como ha señalado en forma constante el Magisterio de la Iglesia, la Revelación, que nos manifiesta los designios de Dios, se realiza en Jesucristo no solamente con sus palabras, sino también con sus obras. Hay una enseñanza en los gestos y en los hechos, tantas veces incluso más incisiva que la transmitida por palabras. Así es como ha quedado la estampa de Cristo crucificado como expresiva del misterio redentor. Esa imagen ha llenado nuestra contemplación del misterio de Dios y de su amor por las criaturas, que sacó de la nada y quiso rescatar de su descalabro. Este es el mensaje que nos presenta, idéntico en esencia, el paso del Señor por el desierto: como quien no lo toma a la ligera, para atravesar-lo cuanto antes, sino que sostiene un cierto calvario por buen número de días seguidos. Partiendo de consideraciones muy elementales, apreciamos que, después de una buena comida bien regada, se llega a una sensación de plenitud, que provoca una sonrisa permanente y se entiende como un momento feliz.
Al igual que puede extasiar un buen perfume, llegar al alma una melodía, estremecer fibras íntimas en forma placentera al recibir un cariño de otra persona. De la misma manera que genera una euforia salir de ganadores en una competición o lograr la realización de una meta soñada. Es lo que solemos calificar como buenas sensaciones. Todas ellas tienden a constituirse como la máxima ambición en la vida. La calificación de buena vida encierra comúnmente la connotación de estos fenómenos.
Pero todos ellos tienen en común la tendencia a poner un techo en las aspiraciones. Los contentos de un momento siempre fugaz generan como una especie de adicción, ciertamente facilitada e impulsada por aquel desorden que marca a la naturaleza humana desde su degradación original. Lo mismo en sus niveles más básicos de los placeres de los sentidos, como en los más elitistas, que son impulsados por las ansias de tener y de poder. Es constante la presión del que San Pablo llamaba el cuerpo de muerte (Rm 7,24), que no quiere saber, e incluso se opone frontal-mente, a la nueva vida que nos ha ganado Jesucristo.
Para levantar la mirada como el Señor en el desierto, hay que entrar a recortar las apetencias de los sentidos internos y externos. No hay paso hacia la oración, como encuentro de conversación de un hijo con su Padre, si no se alza el vuelo sobre los altibajos de este mundo pasajero, si no se asume una significativa dosis de sacrificio. La Iglesia nos señala días de ayuno, nos aclara que entran en la categoría de ayuno, los vencimientos de la pereza al cumplir las propias obligaciones, así como una sencilla humildad que lleva a desprenderse de algo propio para favorecer a otros. La diligencia, el espíritu de servicio, la sobriedad, van acompañadas ventajosamente con la vivencia de la devoción del Vía Crucis, con una buena confesión, con un recurso asiduo a la intercesión de Nuestra Madre.
Nos ha tocado además este año la proclamación de un Año Santo, sembrador de la esperanza en este mundo, que vivimos bajo el sobrevuelo de negras nubes que empañan los cielos de los países en guerra, como se ciernen sobre la patria ecuatoriana y asaltan a las familias. Dios puede más y no faltará a sus promesas. Oremos con espíritu y realidades de penitencia. Lo decisivo es que oremos.