Nuestra Semana Santa

Nuestra Semana Santa

Una cuestión de ADN

“Es frecuente que en los conventos se preparen para la muerte.
Nosotros no tenemos tiempo de hacerlo, pero, a pesar de todo, estamos sabiamente preparados.
Es la vida la que nos prepara para morir y conoce bien su oficio.
Basta con escucharla, verla, seguirla…
La vida es nuestra maestra de muerte.
Pero, a su vez, la muerte se convierte en maestra de vida…”.
(Madeleine Delbrêl, 1904-1964).

No hace mucho en nuestro retiro anual 2023 (Conocoto, 30 de enero-03 de febrero) como comunidad religiosa, propiamente: Sociedad de vida apostólica (S.V.A.), el animador del mismo nos interpelaba sobre nuestra identidad eudista bajo la metáfora (imagen) del ADN, genoma o código genético que, por decirlo así, nos “particularizaría” en el cuerpo de la Iglesia con un carisma/nombre propio, Congregación de Jesús y María, Padres Eudistas (por nuestro fundador: san Juan Eudes, 1601-1680), condensado en otra metáfora: la del “CORAZÓN” como centro de la Misericordia divina, en la que estamos llamados a confiar nuestras miserias, y llevado a la vida ordinaria en el ejercicio de la misión (formación/evangelización) a la que somos destinados/enviados.

Bien, siguiendo -de modo analógico- dicha metáfora, y con miras a la Semana  Mayor o Semana Santa, diría que en esta celebramos, en fe, el núcleo (ADN) de lo que nos constituye como humanos, a saber: el Misterio de la muerte. Esta, en última instancia, o bien como acto último, evidencia nuestra condición mortal, impostergable, ineludible, intransferible. Saberse humano es saberse mortal. En términos de san Agustín: “el hombre (es aquel) que arrastra consigo su condición mortal”.

Ora bien, no celebramos el Misterio de la muerte como acto/hecho “terminativo” de la vida sino como el planteo de esta ante, por decirlo así, un cruce de umbral, de aquí la voz judeocristiana de Pascua (en hebreo: pesáh), de paso, de salto: de la esclavitud a la libertad (Pascua judía); de la muerte a la vida (Pascua cristiana).
Y como la muerte, en tanto en cuanto que Misterio, no puede celebrarse/vivirse de modo colectivo sino individual, celebramos entonces el paso -en un orden paradigmático para nosotros: “Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Colosenses 1, 18-20)- de un hombre concreto: Jesús. Judío palestinense del siglo I de nuestra era, en el cual algunos de sus contemporáneos experimentaron una singularísima esperanza/alegría que les ha trascendido en el espacio y en el tiempo.
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palpado con nuestras manos acerca de la Palabra de vida -¡porque la Vida se manifestó, la hemos visto y somos testigos, les anunciamos esa vida eterna que existía junto al Padre y se nos manifestó!-, eso que hemos visto y oído también se lo anunciamos a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestra alegría sea plena” (I Juan 1, 1-4).
Remontándonos en el espacio y en el tiempo, esa singularísima esperanza/alegría con respecto a ese hombre (Eccehomo) Jesús, alentó en nuestro padre fundador, san Juan Eudes (siglo XVII), y alienta en muchos hombres y mujeres, ahora (siglo XXI), contemporáneos nuestros, que han tomado el lugar de esos primeros testigos, y así, tanto ellos como nosotros podemos asumir (en el ámbito litúrgico: reunirnos para celebrar) el Misterio de la vida y de la muerte con la misma convicción: “la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Filipenses 1, 21).

“Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”.
(Juan 11, 25-26).

Nos dice el Señor Jesús: He muerto por ustedes para que, velando o durmiendo, vivan en mí. Ustedes están en mi corazón en la vida y en la muerte. Ninguno de ustedes vive para sí, ninguno muere para sí mismo.
Viviendo, para mí viven. Muriendo, para mí mueren. Tanto en vida como en muerte me pertenecen. Y para esto yo mismo morí y resucité: para ser Señor de vivos y de muertos. He muerto, para que viviendo, no vivan ya para sí mismos, sino para mí que morí y resucité por ustedes.

Yo soy la vida eterna que está en el Padre y que se ha manifestado a ustedes. Vine para que tengan vida y vida en abundancia. Yo soy la vida de ustedes. El Padre les ha dado la vida eterna y esa vida está en mí, su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida; quien no tiene al Hijo no tiene la vida. Lleven mi muerte en sus cuerpos para que mi vida se manifieste en ustedes. Podrán así decir con el apóstol: Para mí la vida es Cristo. Con Cristo estoy clavado en la cruz. Vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo el que vive en mí.

Yo vivo y ustedes vivirán, y sabrán que yo estoy en el Padre y ustedes en mí y yo en ustedes. Yo soy el pan que bajó del cielo. El pan que yo les doy es mi carne para la vida del mundo.

Ustedes, que han sido bautizados en mí, han sido bautizados en mi muerte, sepultados conmigo en el bautismo, para que, como yo resucité de entre los muertos, ustedes caminen en vida nueva. Resucitado, ya no vuelvo a morir. Muriendo al pecado estoy muerto de una vez por todas. Viviendo, vivo para Dios. Considérense también ustedes muertos al pecado y vivientes para Dios, en mí, que soy su cabeza.

Oremos con San Juan Eudes (págs. 93-94).

La celebración de la Pascua

La Pascua es la mayor fiesta de los cristianos, porque es la celebración de la Resurrección de Cristo: “pero si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe” (1Cor.15, 17), dirá San Pablo.
Para prepararnos para la Pascua tenemos el tiempo de Cuaresma, donde se nos pide una llamada intensa a la conversión y practicar la oración, el ayuno y limosna (Cfr. Mt, 6).
La Pascua cristiana coincide siempre con la Pascua judía, que se celebra y coincide con la luna llena, después de entrada la primavera en el Polo norte. Este año la primavera empieza el 20 de marzo y la celebración de la Pascua será domingo 9 de abril, que es la Pascua de Resurrección.
En referencia al día que se celebra la Pascua se ajustan las demás celebraciones: Miércoles de Ceniza, 40 días antes, sin contar los domingos; este año el 22 de febrero.
Pentecostés 50 días después de la Pascua; este año el 28 de mayo.
La Santísima Trinidad, que será el 4 de junio.
Corpus Christi, que será el 11 de junio y Solemnidad del Sagrado Corazón, el 16 de junio.
Porque Cristo resucitó, los cristianos celebramos el Domingo como el día del Señor, y el tiempo de Pascua, dura 7 semanas y termina con la Fiesta de Pentecostés, por eso celebramos y recordamos las diferentes apariciones del Cristo Resucitado.
Durante este tiempo hay diferentes celebraciones en los distintos domingos de Pascua. Así el 2º Domingo es el Día de la Misericordia, el 4º Domingo es el Domingo del Buen Pastor y el 6º Domingo la Pascua es el día que se celebra la Pascua del enfermo.
A los 40 días de la Pascua se celebra la Fiesta de la Ascensión de Jesús a los cielos, pero desde hace años por motivos pastorales se celebra el domingo siguiente.
En el tiempo de la Pascua se recomienda el Via Lucis, un acto de piedad en el que se recuerda las diferentes apariciones de Jesús a los discípulos y a diferentes personas. Esta celebración es algo parecido al Via Crucis en Cuaresma.
Vivamos con intensidad el tiempo de Cuaresma como preparación a la Pascua, pero sobre todo vivamos con entusiasmo el tiempo de Pascua para contagiar a los demás la alegría de Cristo Resucitado .

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