Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote – Solemnidad 1 de junio

Mons. Carlos López Hernández
Obispo de la Diócesis de Salamanca

Solemnidad 1 de junio

Jesucristo,
Sumo y Eterno Sacerdote

Foto: www.facebook.com

Jesucristo es el sumo y único sacerdote. Él ha ofrecido por los pecados el sacrificio único, perfecto e irrepetible de su vida, cuya eficacia redentora perdura para siempre jamás. Sentado a la derecha del Padre intercede con sus llagas gloriosas por aquellos que a lo largo de los tiempos van siendo consagrados, mientras llega el tiempo de la consumación final, en el que todos los poderes contrarios del cielo y de la tierra le sean sometidos.
Nuestro sacerdote glorificado y santificador da fundamento firme a la esperanza de los fieles, porque nos hace posible acercarnos a Él con corazón sincero y purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en el agua pura del bautismo. Siguiéndole por el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros en su carne, tenemos acceso a la gloria de Dios.
Los sacerdotes de la Iglesia hemos recibido el mandato explícito de Jesús de hacer presente en su memoria, el acto único e irrepetible de la entrega de su cuerpo por nosotros, a los que ha amado hasta el extremo; y del derramamiento de su sangre de la nueva alianza para el perdón de los pecados.

De esta manera nos ha asociado, por libre elección de amor, a la perpetuación sacramental de sacrificio redentor y a la prolongación de su principal presencia real con nosotros hasta el final de los siglos.
Esta capacidad regalada de ser representación de Cristo sacerdote, que se ofrece a sí mismo, nos obliga a ser partícipes de su mismo sacrificio y a vivir realmente lo que sacramentalmente representamos. En esta ocasión nos referimos a San Juan María Vianney, que realizó en grado excelente el programa que a todos los sacerdotes se nos ha propuesto al recibir la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios: “Considera lo que realiza e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.”
Todos estamos llamados a meditar sobre nuestro sacerdocio ante este pastor sin igual, que ha iluminado a la vez el camino y la santidad del sacerdote.
La oración fue el alma de su vida. Su pobreza era extrema. Rehuía de los honores. La castidad brillaba en su rostro. Su obediencia a Cristo se traducía en obediencia a la Iglesia y en la aceptación de la pesada carga de párroco, que con frecuencia le sobrecogía. Pero el Evangelio insiste especialmente en la renuncia a sí mismo, en la aceptación de la cruz.
¡Cuántas cruces se le presentaron al Cura de Ars en su ministerio!: calumnias de la gente, incomprensiones de un vicario coadjutor o de otros sacerdotes, contradicciones y, a veces, incluso la tentación de la desesperanza en la noche espiritual del alma. Juan María Vianney no se contentó con aceptar estas pruebas sin quejarse; salía al encuentro de la mortificación imponiéndose ayunos continuos, así como otras rigurosas maneras de “reducir su cuerpo a servidumbre”, como dice san Pablo. Su motivación para la penitencia era el amor a Dios y la conversión de los pecadores.

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