Anunciación y Encarnación

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Padre Juan Alcaraz, VE.

Anunciación y Encarnación

“Y el Verbo se hizo carne"

“El señor está contigo”. Está como con su madre. El Ángel le explica que es objeto de la predilección divina y la ilumina sobre su oficio de Madre de Dios.
En medio del mundo corrompido Dios encontró un lirio, encontró un sagrario.

El ángel Gabriel anuncia a María la Encarnación del Ver-bo. Eso es la Anunciación, como lo relata con bellísimos detalles el Evangelio de San Lucas, (1,26-38). Entrando donde Ella estaba le dijo: “Salve llena de Gracia; el Señor es contigo…”. Dios respeta la libertad siempre y la docili-dad de la Santísima Virgen, la humildad de quien en instan-tes se convirtió en la Madre de Dios.
Ni los patriarcas, ni los profetas, ni los santos de la an-tigua ley, ni los que han sufrido como Job, ni los que han luchado como Joás, ni los que han predicado como Jere-mías, no han entrado todavía en el seno de Abraham; están esperando en los limbos que el primogénito de su raza les abra las puertas de la Celestial Jerusalén.
Miremos pues, desde muy cerca esta escena, pongá-monos en un rincón del aposento de María, en Nazaret, y contemplemos las dos bellísimas criaturas escogidas por Dios para cooperar en la Encarnación: a San Gabriel y a María. En este diálogo está el momento más importante de la historia, que tiene lugar en el seno virginal de María: El Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; se encarna, se anonada, en el seno de una joven Virgen, en un lugar desconocido para el mundo. Así que el enviado Divino la saluda…
“Ave, llena de gracia”. Qué grandeza la de la persona de María, la plenitud de gracia que poseía, la hace el espejo sin mancha de la majestad de Dios.
“El señor está contigo”. Está como con su madre. El Án-gel le explica que es objeto de la predilección divina y la ilu-mina sobre su oficio de Madre de Dios. En medio del mun-do corrompido Dios encontró un lirio encontró un sagrario.
¡Cómo puede un Ángel decir eso!, además Ella se ha consagrado a Dios; es nada ante Dios, ¡cómo puede ele-girla como Su Madre! El Ángel le explica que será el Espí-ritu Santo quien descenderá sobre ella y la cubrirá con su sombra.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Da María su consentimiento, acepta ser la madre de Dios y en ese mismo instante… “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. (Jn 1, 14).

La Eternidad entra en el tiempo, la Divinidad se une a la humanidad, en cierto modo Cristo se une a cada hombre. Todo por amor y misericordia, como dijo S. Juan Pablo II: “Dios no estuvo nunca tan cercano al hombre – y el hombre nunca tan cercano a Dios- como precisamente en ese momento: en el instante del misterio de la Encarna-ción”. Es en este momento en el que se aplica lo de San Pablo a los Romanos: “Donde abundó el delito sobreabun-dó la gracia (5,20). O también lo de San Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (3,16).
¿Quién podría haber inventado un signo de amor más grande? Permanecemos extasiados ante el misterio de un Dios que se humilla para asumir nuestra condición humana hasta inmolarse por nosotros en la cruz (Fil 2,6-8). En su pobreza, vino para ofrecer la salvación a los pecadores. Aquel que -como nos recuerda san Pablo- “siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ri-cos por su pobreza” (2 Cor 8,9). El Señor dice al entrar en el mundo. “No has querido oblaciones ni sacrificios; pero me has dado un cuerpo, y entonces he dicho: aquí estoy para hacer, oh, Dios, tu voluntad” (Heb.5,9).
¿Cómo no dar gracias a Dios por tanta bondad con-descendiente? Les decía San Juan Pablo II a los jóvenes. (Mensaje XX, Colonia 2005, n 2.)
La verdad más grande para todo hombre… “Y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre lleno de Gracia y de Verdad” (Jn 1, 14).
El hecho de haber asumido el Verbo una naturaleza hu-mana, nos debe mover a la práctica de las virtudes del ano-nadarse: humildad, pobreza, dolor, obediencia, renuncia a sí mismo, misericordia y amor a todos los hombres.
Por eso decía Santa Isabel de la Trinidad: “Queremos ser ‘como otra humanidad suya’, queremos ser cálices llenos de Cristo que derraman sobre los demás su super-abundancia, queremos con nuestras vidas mostrar que Cristo vive”. Debemos ser “otros Cristos”, llegando a excla-mar: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20). Sigue la Santa diciendo: “debemos ser como una nueva encarnación del Verbo”. 

Y el Verbo se hizo carne…

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