Migración en Latino América

Recorrer el mundo a veces, no es una elección, sino una decisión

Durante mi trabajo con migrantes y refugiados, he sido testigo de la vulnerabilidad de quienes lo dejan todo para procurarse una nueva vida. Al igual que la mayoría, tenía una idea preconcebida sobre la realidad de las personas en «condición de movilidad», como les llamo ahora.

Aprendí que el salir de nuestra tierra —aquella que nos vio nacer, de la que recibimos lo que culturalmente nos construye— en condiciones indignas no es una elección, como quien elige ducharse y cambiarse de ropa aún estando aseado. Estoy convencido de que se trata de una decisión urgente, sin la cual se pondría en juego la propia vida. La determinación de marcharse ocurre en una atmósfera sórdida, y de vulneración, que pasa factura y nos exilia del lugar que amamos.
Pero hay diversas razones que hacen que las personas en condiciones de movilidad obtengan este calificativo y que ahora intentaré describir.
He conocido a muchos que salen de su país de origen, porque no tienen alimentos, porque escasean las medicinas o no pueden adquirirlas por los altos costos; porque los servicios médicos no funcionan al igual que el aparato de justicia, entre otras cosas. Quienes se van, tienen miedo a morir en su tierra. A estos les llaman migrantes económicos. Otros manifiestan haber emigrado de manera planificada, con la «ayuda» de una tercera persona que les promete una vida mejor, pero que finalmente termina sometiéndolos a actos de prostitución, diferentes formas de violencia y abuso sexual. Podemos llamarles víctimas de trata o de violencia.
Hay quienes vienen con notables signos de torturas físicas y psicológicas, muchos de ellos por pensar diferente, por expresar su opinión o por negarse a participar en actividades que no corresponden con sus intereses personales y que se oponen a sus ideas de moral, civismo y patriotismo; de manera que son perseguidos, torturados, vejados, excluidos y descalificados. A estos migrantes podemos llamarlos personas con necesidad de protección internacional. He estado tentado a caer en desolación al ver a: niños, niñas, adolescentes, madres solteras, personas con capacidades diferentes, pacientes con enfermedades terminales,
adultos mayores, incluso con sus mascotas; sollozando mientras exponen las razones por las que necesitan un refugio, un albergue o un lugar donde pasar la noche. Aprendí a distinguir entre una persona que viene a ti después de haber dormido a la intemperie y otra que estuvo resguardada. Supe que la miseria humana tiene olor, gesto y semblante. No puedo dejar de evocar el azaroso viaje de José y María, con un bebé en brazos, Jesús, sufriendo los estragos del calor y la sed durante el día y tiritando de frío por las noches.


Fue una decisión motivada por una persecución: o se quedaban para ver a su hijo morir a manos de Herodes “El Grande” —para entonces Rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea desde hacía 37 años— o emprendían un viaje, que solo podía ser hacia Egipto, ya que era imposible huir hacia el Norte (tierras y pueblos inhóspitos) o hacia el Este (desierto interminable).

Siendo así, el refugio de todo el que quisiera escapar de Herodes era Egipto; por eso, aun sin el mandato del ángel, ellos habrían escogido ese destino.
Se vieron obligados a huir. ¡Jesús, el Mesías, huye, migra, es un migrante! Además, son todos, en estos términos aprendidos, una familia vulnerable: personas con necesidades de protección. Trato de componer la escena en mi imaginación y no veo ninguna diferencia entre los páramos andinos de nuestras tierras del sur, especialmente en Colombia, que han visto morir sobre sus suelos a algunos migrantes suramericanos, que huyen de las diversas formas de injusticia social que oprimen y amenazan su vida.

Por suerte, la Sagrada Familia, después de tocar muchas puertas, fue recibida. Muere Herodes, su persecutor, y surge nuevamente la invitación del ángel a regresar. Nace la esperanza de volver a su país, a su tierra y su cultura. Hacen las maletas, pero se ven obligados a desempacar pues temen al sucesor del rey muerto, que es su hijo, Herodes Antipas. Dos mil años de historia no distancian en lo absoluto la experiencia de esta familia a la vivencia de los caminantes de hoy, que suelen ser los más pobres, siempre objeto de injusticias.
Precisamente así son los que recibimos en nuestra Casa de Acogida Temporal (CAT), “Un Techo para el Camino”, proyecto de Hogar de Cristo, ONG de la Compañía de Jesús en Guayaquil, Ecuador.
Recibimos todos los días a estos José, María y Jesús. Son nuestros caminantes. Ellos no migran en aviones, emprenden sus viajes caminando, “a dedo” o en bicicleta. Al igual que a Jesús se les hace imposible ir al norte, no pueden cruzar el mar. Para los “trocheros” es más fácil pedir auxilio hacia Recorrer el mundo, a veces, no es una elección sino una decisión el sur.

Allí nos parecemos, nos entendemos, comemos ciertas cosas iguales. Lo malo es que hay algunas personas que cuestionan su desplazamiento, minimizan sus razones, buscan hacer negocio con ellos y también se establecen restricciones en nombre de los derechos humanos.
En la CAT hemos atendido a un poco más de 16 mil personas, haciendo lo posible por brindarles, no solo la asistencia en sus necesidades más imperiosas, pero sobre todo dirigiendo esfuerzos para acogerlos con cariño, escucharlos activamente y acompañar su plan de vida.
Albergamos el profundo anhelo de cerrar nuestros espacios, porque la constante petición, en el fondo, es que esto acabe pronto, que espacios de acogimiento como este, no sean necesarios, que podamos vivir en paz y en armonía, porque todos cabemos en este espacio común, porque no hay fronteras que nos dividan sino puentes que nos unan.

Ronald Borges

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