El jubileo de la esperanza
+Antonio Arregui Yarza
Arzobispo Emérito de Guayaquil
Del 24 de diciembre del 2024 al 6 de enero del 2026
Un pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y perseverante en la esperanza
El jubileo de la esperanza
Viene de las tradiciones del pueblo elegido, en la legislación de Moisés, la celebración cada veinticinco años de un año jubilar, entendido, con júbilo, como un alto en el camino, marcado por la purificación personal y comunitaria, ayudados por la bendición divina para el restablecimiento de toda justicia ante Dios y ante los demás.
Es ya multisecular también esta secuencia en la tradición de la Iglesia, bajo la guía de sus pastores, para enriquecer su piedad con la celebración de años santos o jubileos cada veinticinco años y cada vez que el Santo Padre los convoque sin fecha cierta por algún motivo especial.
Próxima ya la llegada del primer cuarto del presente siglo, el Santo Padre ha decretado un Año Santo, y lo ha marcado con el sello de la esperanza. Siendo la peregrinación elemento muy elocuente de este evento, el carácter universal que se le otorga permite ganar indulgencia plenaria, no
solo con la peregrinación hacia las basílicas romanas, sino también hacia los santuarios designados en cada diócesis por su Obispo.
Como ha explicado el Papa Francisco, “el Año Santo 2025 está en continuidad con los acontecimientos de gracia precedentes. En el último Jubileo ordinario se cruzó el umbral de los dos mil años del nacimiento de Jesucristo. Luego, el 13 de marzo de 2015, convoqué un Jubileo extraordinario con la finalidad de manifestar y facilitar el encuentro con el ‘Rostro de la misericordia’ de Dios, anuncio central del Evangelio para todas las personas de todos los tiempos. Ahora ha llegado el momento de un nuevo Jubileo, para abrir de par en par la Puerta Santa una vez más y ofrecer la experiencia viva del amor de Dios, que suscita en el corazón la esperanza cierta de la salvación en Cristo”. Mirando hacia adelante, tiene también presente el Santo Padre que ‘al mismo tiempo, este Año Santo orientará el camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en el 2033 se celebrarán los dos mil años de la Redención realizada por medio de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Nos encontramos así frente a un itinerario marcado por grandes etapas, en las que la gracia de Dios precede y acompaña al pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y perseverante en la esperanza (cf. 1 Ts 1,3)’.
Ayuda a comprender la importancia de un Jubileo la consideración sobre el pecado y sus consecuencias. El pecado no solo maltrata al pecador y a los demás, sino que viene a ser, sobre todo, aunque no aparezca en primer plano, un desprecio, un rechazo, un olvido de la amistad personal que Dios ofrece a cada persona humana. Encierra una malicia en cierto modo infinita, que es imposible arreglar con nuestras propias fuerzas. La obra de la Redención por Jesucristo entra en el misterio, pero alcanzamos a comprender que, como nuevo Adán, nueva cabeza de la humanidad nos ha dejado el tesoro de sus méritos para que restauren nuestra naturaleza caída y la promuevan a la condición de hijos de Dios y herederos de su gloria (Rm 8,17). El tesoro de la Iglesia no consiste en la suma de unas riquezas materiales que se van acumulando, sino en el inagotable valor que adquiere ante Dios la obra del Hijo que envió al mundo. A esa riqueza se añaden continuamente las oraciones y obras buenas que proceden de la humanidad que corre por los siglos, desde la excelencia de la bienaventurada Virgen María en adelante.
Destaca el sacramento de la Penitencia como cauce de la gracia divina que perdona, purifica e infunde nuevas fuerzas para sostener la esperanza de que seremos acogidos
en la presencia de Dios, salvando la tremenda opción de un sufrimiento irreparable por toda la eternidad. Es buena jaculatoria la que mira hacia arriba para pedir que, a la hora de la muerte, ‘Dios me coja confesado’. Esperamos oír, cuando Dios quiera, la palabra de la parábola: Muy bien, siervo bueno y fiel … entra en la alegría de tu Señor (Mt 25, 21).
Pero el arreglo no termina ahí. Según explica el Papa Francisco, ‘como sabemos por experiencia personal, el pecado ‘deja huella’, lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido, sino también interiores, en cuanto todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Por lo tanto, en nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los ‘efectos residuales del pecado’. Estos son removidos por la indulgencia’.
Deja efectivamente el pecado trastornos personales y sociales, que piden también penitencia: en esta vida cuando se carga con amor la cruz de cada día, o en la otra en el paso por el Purgatorio. Como decía el Concilio de Lyon, después de la muerte se purifican los residuos del pecado en el Purgatorio en las almas que ‘hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión’. Pero es posible desvanecer completamente esta llamada pena temporal, como huella y mala tendencia que deja el pecado, cuando se gana la indulgencia plenaria y se pasa por alto la siempre durísima experiencia de la Iglesia purgante en su camino a entrar en la Iglesia triunfante. Los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa se terminan de borrar, con la remisión de la pena temporal, mediante ese gesto de amor de Dios y de la Iglesia que llamamos indulgencia.
Como efecto de la estrecha unión de toda la Iglesia en Cristo, como su verdadero Cuerpo, sucede también que la indulgencia puede ser ganada y aplicada por los difuntos, incluso con su nombre, en beneficio de alguno de los que todos tenemos en la memoria como seres queridos que nos precedieron en el signo de la fe. Como decía el Papa San Paulo VI ‘el uso de las indulgencias fomenta eficazmente la caridad y la ejerce de forma excepcional, al prestar ayuda a los hermanos que duermen en Cristo’.
Nos sentimos tocados por el amor misericordioso del Señor y de su Iglesia cuando se nos avecina el regalo de un Año Santo. Nos disponemos a vivirlo con firme esperanza.