Semana Santa
Del 13 al 20 de abril
Semana Santa
Días de oración y penitencia
La Semana Mayor, y en especial desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, nos invita a contemplar el paso del Señor del dolor al gozo con todo el realismo de los Evangelios, que no se entienden como una narración que resulte más o menos interesante, sino como una realidad vivida por el Hijo de Dios; no como un relato que afecta a terceros sino como una llamada a replicar esta gesta divina en la propia vida: “si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él”. (Rm 6,8).

Un pragmatismo, muy seguro de sí mismo y enunciado a la americana, adopta con frecuencia la expresión de que no hay lunch gratis. Suele sonar como un fruto de la sabiduría adquirida por la experiencia, con pretensión de mostrar una inexorable ley de vida, que ha llegado a convertirse en una convicción personal de orden básico. Sin embargo, la experiencia de la vida aporta algunas acotaciones: a veces se tiene un buen resultado sin mayor esfuerzo, empezando por salir ganadores de una lotería, o por conseguir con viveza, criolla o no, lo que otros sudaron. Sin embargo, cierto es que no suele ser fácil cualquier meta que resulte una ganancia, como proclama otro dicho análogo: “el que quiera celeste, que le cueste”.
Un fundamento de la verdad que se intenta expresar con estos dichos se encuentra en aquella palabra de Dios que levantó acta de las consecuencias del pecado original: “con el sudor de la frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra” (Gn 3,19), esto es, como condición para toda la vida. Además de que las limitaciones de la naturaleza humana la acompañan siempre, por perfecta que sea, como apreciamos en la humanidad santísima del Señor, quien sintió el cansancio – “fatigado del camino (Jn 4,6)-, el hambre –sintió hambre” (Mc 11,12)- y la sed –dijo: “Tengo sed” (Jn 19,28)-.
Pero en realidad, el sentido del sufrimiento en la vida humana no es descubierto en plenitud, sino a la luz de un misterio, misterio de la Redención, que se nos pone en primer plano en la Semana Santa. La Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, que jalonan estos días santos, nos han abierto los caminos que conducen a la gloria, felicidad plena, pasando por el sufrimiento supremo, según anunció la voz profética: “miren y vean si hay dolor como mi dolor” (Lm 1,12). Esta es la realidad que alcanzamos a ver a la luz de la fe, pero que siempre queda inasequible en su misterio. Porque si bien es cierto, como decía Santo Tomás, que una sola gota de la sangre del Señor puede librar de todos sus crímenes al mundo entero. Y entonces, ¿por qué quiso el Señor sufrir como sufrió, hasta derramar la última gota de su sangre en la cruz después de toda la cadena de dolores físicos y morales que asumió sin resistencia? Ciertamente, todo pragmatismo queda corto para centrar al sufrimiento en el lugar le corresponde, no solo según una experiencia que a todos roza y hiere de una u otra forma, sino como participación real en los designios de Dios, en los caminos que su Amor nos ha abierto como a hijos queridos.
La Semana Santa, y en especial desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, nos invita a contemplar el paso del Señor del dolor al gozo con todo el realismo de los Evangelios, que no se entienden como una narración que resulte más o menos interesante, sino como una realidad vivida por el Hijo de Dios; no como un relato que afecta a terceros sino como una llamada a replicar esta gesta divina en la propia vida: “si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Rm 6,8). Toda la vida del Señor Jesús en esta tierra, desde su nacimiento en Belén hasta que los discípulos le perdieron de vista al ascender a los cielos, nos ha quedado como una lección inagotable y una llamada a seguirle en todo, participando del Espíritu que nos infunde una nueva vida. Pero, hemos comprendido la importancia singular de esos días sagrados en que culminó su misión, tal y como lo comprendieron los evangelistas al reservar un generoso espacio de sus escritos inspirados para estas jornadas tan intensas.
“Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20), declaraba San Pablo a la luz de la fe y por la gracia que le llegaba en su recogimiento orante. Detengámonos en oración estos días santos. Debería ser vergonzoso para un cristiano aprovechar los feriados de esta semana para descansar y solazarse en algún paseo turístico. O para terminar viendo, a modo de espectáculo, alguna de las procesiones tradicionales. Son días de oración y penitencia, tiempo de ayuno y recogimiento, oportunidad para una buena confesión. ¿Cuándo terminaremos de medir la malicia infinita del pecado? ¿Del pecado personal y de los pecados del mundo entero? Desde las bofetadas de los sanedritas hasta las burlas que le llegaban en su agonía, el Señor recibía, en inocencia, con una decisión libre y movida por el amor, toda la gama de sufrimientos físicos y morales. ‘Por nuestra causa fue crucificado, padeció y fue sepultado’ rezamos en el Credo.
Esto trae consecuencias permanentes, vitales. Los sufrimientos que se cruzan en la vida no nos quedan como injusticias a enderezar, como fatalidades a soportar, como precio a pagar por algún lunch. Tiempo atrás de esta semana culminante, el Señor dejó dicho: “Si alguno quiere venir detrás de mí… que tome su cruz cada día, y que me siga” (Lc 9,23). Seguir a Cristo, ser cristiano, exige cargar cada día con el peso de las obligaciones (familiares, sociales y también para consigo mismo), poner alegría y esperanza cuando las cosas se tuercen. Saberse corredentores, como decía San Pablo: “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1,24).
+Antonio Arregui Yarza.
Arzobispo Emérito de Guayaquil.
