Conclusión del Congreso Eucarístico 2024

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Del 8 al 15 de septiembre

Del 8 al 15 de septiembre

Conclusión del Congreso Eucarístico 2024

Eucaristía: un salmo de Fraternidad

“Ustedes son todos hermanos” (Mt 23, 8)

Papa Francisco bendice “Evangeliario”, símbolo del Congreso Eucarístico Internacional Quito 2024. Foto de fondo: omnesmag.com
Elevemos nuestros corazones en alabanza y pidamos a Dios, con las palabras del Papa Francisco, la gracia «de prepararnos para el encuentro con nuestros hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el óleo de su misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz» (Fratelli Tutti, 254).

La herida que el pecado provocó hizo que Adán rompiera su diálogo con Dios y los lazos de fraternidad quedaran manchados con la sangre de Abel. Esta herida ha sido sanada por el Hijo de Dios con su muerte y resurrección, cuyo memorial celebramos en la Eucaristía, cena pascual de la alianza nueva y eterna. El Padre hace don del Hijo al mundo que tanto ha amado y el Hijo se hace amor hasta la muerte y una muerte en Cruz (cf. Flp 2,8). La eternidad del amor ha entrado en la historia.
El hombre ya no tiene que esconderse entre las hojas de higuera de la mirada de Dios. La claridad meridiana del amor de Cristo restablece el diálogo y la comunión de Dios con los hombres. La cena pascual es el nuevo Edén, donde el hombre es al fin verdadero hijo que se sienta a la mesa del Reino. Y al mismo tiempo, la Eucaristía se convierte en el cenáculo de fraternidad porque nos une al Hijo que se hace pan y cáliz de bendición, haciéndonos hermanos: “Porque existe un solo pan, todos nosotros somos un cuerpo, pues, aun siendo muchos, todos participamos de un solo pan”(1 Cor 10, 17).
El egoísmo que había envenenado el corazón de Adán y manchado de sangre las manos de Caín ha sido vencido por el Hijo de Dios hecho hombre. En el banquete eucarístico, Él, con el pan en sus manos, dirige su oración de acción de gracias al Padre, redimiendo toda imagen distorsionada de Dios como enemigo del hombre. Y partiendo el pan y dándole a sus discípulos, sana la fraternidad herida.

La Eucaristía es, en realidad, la curación de nuestro amor.
En la oración de Cristo todos tenemos un lugar especial porque todos estamos llamados a la comunión: “Padre que todos sean uno” -(Jn 17, 21). Y al mismo tiempo, este nuevo “nosotros” de la Eucaristía no se queda en un cenáculo cerrado, sino que nos orienta al servicio mutuo en el prójimo real y visible, es decir, el amor eucarístico se desborda para sanar las heridas del mundo.
En América Latina, el dinamismo eucarístico de las comunidades eclesiales ha encontrado su centro vital en la escucha «celebrada» de la Palabra y en el “partir el Pan”.
De la misma manera como en la Asamblea de Jerusalén, Santiago, Pedro y Juan estrecharon la mano de Pablo y Bernabé como signo de reconocimiento, comunión y misión con la petición: “Que nos acordáramos de los pobres” (Gal 2, 10), lo hacemos nosotros hoy en cada Eucaristía.

La respuesta de Dios Padre al anhelo de fraternidad humana está en la persona de Jesucristo, quien se ha hecho Pan de Vida por amor para sanar las heridas del mundo. De ahí que la Iglesia debe estar siempre en salida y renovar la fecundidad de su acción evangelizadora, identificando el Cuerpo de Cristo en el cuerpo maltratado del prójimo, del último, del más pequeño, del que sufre en su humanidad y poniéndose a su servicio con los mismos gestos y palabras de vida, de cercanía, de amor y de dignidad que Cristo tuvo hacia los más pequeños. Solo así, la Eucaristía sigue siendo
Palabra y Pan de vida para sanar las heridas de los más pequeños y olvidados de este mundo.
El cardenal Jorge Mario Bergoglio, cuando era arzobispo de Buenos Aires, predicaba que la Eucaristía es el sello de amor de Dios en nosotros y, en nosotros, para los más pequeños:

“Que el pan dividido transforme nuestras manos vacías en manos llenas, con esa medida ‘apretada, sacudida y desbordante’ que promete el Señor al que es generoso con sus talentos. Que el dulce peso de la Eucaristía deje su marca de amor en nuestras manos para que, ungidas por Cristo, se conviertan en manos que acogen y contienen a los más débiles. Que el calor del pan consagrado nos queme en las manos con el deseo eficaz de compartir un don tan grande con los que tienen hambre de pan, de justicia y de Dios”.
La Iglesia es sacramento universal de salvación en la medida que está unida a Cristo. Si Cristo es comunión, también la Iglesia es comunión, no solo entre los hombres, sino “por Él, con Él, y en Él” es comunión con el amor eterno trinitario de Dios. La Iglesia nacida del corazón de Cristo, es enviada a generar estas nuevas relaciones fraternas vividas en el amor eucarístico, que incluye a todos y no deja fuera a nadie. Al mismo tiempo, la Eucaristía es el altar del mundo donde se eleva la buena acción de gracias a Dios y se renueva la alianza de vida y de cuidado de toda la creación.

Foto: aica.org
Foto: www.teleamazonas.com

CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL 2024 – QUITO www.iec2024.ec COMITÉ PONTIFICIO PARA LOS CONGRESOS EUCARÍSTICOS INTERNACIONALES www.congressieucaristici.va

En comunión con la Virgen María, mujer “eucarística”, con santa Marianita de Jesús, que entregó su vida en oblación por nuestro pueblo, y con el beato Emilio Moscoso, mártir de la Eucaristía, unámonos a todos los seres humanos y siendo voz de todas las demás creaturas elevamos desde nuestra casa común este Salmo de fraternidad:
Naciones, pueblos, territorios, ¡gente!, tanto vecino y familiar, cuantas parejas rotos y amargos, divisos y dispersos, pólvora triste que desangra a tantos, drogas que ahogan lo vital y el canto…
Perdona, Señor, mi intransigencia, esta absurda señal de barro mío que me aparta de lo humano y lo divino, que fractura lo fraterno y te entristece, discreta presencia, tú, en pan y vino. Sangre humana por humanos derramada es sangre hermana de ruta fratricida.
Mira, Señor, benevolente y magno la mente trunca, el corazón rajado, los labios suplicantes de acogida, en tu amante corazón sean asilados. Perdona, Señor, mis egoísmos,
la ternura que no se transparenta, mi afrontado dolor que aun siendo mío eres tú quien lo asume en el madero, discreta presencia, tú, en pan y vino.
Ayúdanos tú, Señor, a ser Iglesia, en sinodal camino, siempre hermanos y ya sin odios, egoísmos ni rencores saborear íntima paz de diálogo y amores, tu bálsamo que sana las heridas, las heridas del mundo que a ti claman.

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