La Ascensión del Señor – 13 de Mayo

La Ascensión del Señor

“Fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9).

Es el misterio de la Ascensión, que celebraremos solemnemente el 13 de mayo de 2021. Se celebra justo cuarenta días después del domingo de Resurrección, durante el “Tiempo Pascual”.
Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús “fue elevado”? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo “elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.
Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús “fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que “ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que “lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de “sentarse a la derecha de Dios”.
El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona Divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre.

El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con Él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en Él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon “con gran gozo”. Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los “dos hombres vestidos de blanco”, no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

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